Reencuentros una tarde de domingo en el Museo de Arte de Puerto Rico

“Re-encuentros: Obras Maestras de la Colección del Instituto de Cultura Puertorriqueña”
Foto cortesía del Museo de Arte de Puerto Rico 


Por Luis Cotto Román 

Fue durante una agradable cena un sábado en la noche con una joven artista amiga, que forjé la idea de visitar la muestra “Re-encuentros: Obras Maestras de la Colección del Instituto de Cultura Puertorriqueña” en el Museo de Arte de Puerto Rico, con el propósito ulterior de plasmar por escrito mis impresiones sobre la misma. Aunque ya aguardaba con anticipación visitar la muestra, pues sabía que una visita a éstaequivale a presenciar algunas de las principales expresiones artísticas de la historia del arte patrio, fue el entusiasmo expresado por mi amiga, quien me propuso que visitáramos juntos la exposición, el que activó en mí el deseo de tratar de articular en códigos lingüísticos lo que algunas de esas piezas me comunican. Aunque no puedo soslayar la realidad de que las palabras sobran ante el poder de estas maravillosas expresiones del genio creativo de los artistas plásticos representados a través de sus obras, he decidido acometer la tarea, sabiendo que todos los puertorriqueños tenemos algo válido que expresar sobre el poder, la resonancia y la estatura histórica de piezas de tal calibre.

Al día siguiente, amanecí con el pensamiento persistente de visitar la exposición. No llamé, sin embargo, a mi amiga. Quería respetar un domingo en que sabía que ella pasaría preciados momentos con su madre. Dicha realidad, sin embargo, propició que madurara en mi mente la idea de que una exposición de este tipo se debe abordar idealmente en dos fases: primero, una visita en solitario para entablar un diálogo personal e íntimo con esos tesoros de la plástica puertorriqueña que nos comunican mensajes personalizados a cada cual. Aunque había apreciado varias de esas obras en diversos momentos de mi vida, lo cierto es que casi siempre las había experimentado en reproducciones fotográficas. Segundo, estoy convencido de que a ese encuentro inicial individual debe seguirle un exquisito y enriquecedor compartir con un ser estimado, con el cual se puedan apreciar las obras y se debata hasta el cansancio los méritos de cada cual; se elijan favoritas; se expliquen las razones que identificamos para seleccionar a nuestras obras mimadas; se polemice, si es necesario, y se exprese el porqué de nuestra posible aversión a alguna. A  través de ese ejercicio,podemos llegar a conocer mejor a ese ser que nos sirve de cómplice en tal aventura y, claro está, conocernos mejor a nosotros mismos en el proceso. Las grandes obras de arte, como ciertamente lo son las que conforman “Re-encuentros…”, nos confrontan con rasgos identitarios nuestros como individuos y como miembros de un colectivo social nacional. Es por eso que son consideradas íconos de nuestra cultura. Como tales, ameritan nuestro estudio introspectivo y reflexivo, así como la  exteriorización del cúmulo de sentimientos y emociones que generan en nuestro ser, a través de una saludable interacción con personas que puedan apreciar la importancia, valor y trascendencia de obras de este tipo.

Mi amiga no sabe que he plasmado por escrito mis impresiones sin contar con ella, pero sé que lo entenderá, y aguardo con expectación nuestra visita en conjunto, para culminar la justa apreciación estética y emocional de estas extraordinarias piezas. Por lo pronto, deseo compartir con ustedes mis impresiones más honestas e íntimas, sin la mediatización de un debate de ideas que indefectiblemente incidiría en la expresión de mis percepciones y pensamientos.  Debo aclarar en este punto, sin embargo, que, al terminar mi recorrido, entablé una breve y casual conversación con una atenta empleada del museo, a quien le comenté lo impresionado que estaba con la muestra, identificándole mis obras favoritas. Al ella hacer lo propio, me llevó a mirar con particular atención nuevamente su clara favorita (“Noche de San Juan”, de Carlos Raquel Rivera). Ese breve intercambio de impresiones con tan gentil empleada me ha llevado a concluir que, por mucho que me propusiera deslindar las dos etapas de apreciación que he articulado, la experiencia estética se desborda y nos demanda que la compartamos sin mayor dilación.



“Goyita”, (1951), Rafael Tufiño

Acudí al museo un domingo en la tarde, justo el día después de la cena con mi amiga. Una vez allí, la magia no se hizo esperar. No pretendo discutir las obras en ningún orden particular, sino en la manera espontánea en que siento hacerlo. Mi punto inicial de anclaje en la muestra fue el retrato de “Goyita”, obra de 1953 del inolvidable y querido amigo Rafael Tufiño. Mucho se ha escrito sobre el Tefo y su obra más querida: el retrato de su madre. Inevitablemente, “Goyita” se ha convertido en un referente obligado en el repaso de la evolución de nuestras artes, pues además de la evidente maestría en la ejecución del retrato, “Goyita” ha sido identificada como símbolo de la madre puertorriqueña. Representa a esa madre luchadora, digna, de mirada penetrante y un semblante que refleja elocuentemente todas las preocupaciones que le ha tocado cargar, sean ellas las suyas propias o las de todos los suyos. Simboliza “Goyita” a la madre que, no obstante su preocupación, alberga esperanza de un mejor porvenir para los hijos consentidos de su corazón, por los cuales ha sacrificado la materialización de sus anhelos y sueños en pos de lograr los de sus retoños; en el caso de Goyita, por el pequeño Tefo que aparece en el retrato tras ella, inmerso en su actividad de vendedor de maní. Goyita es representada con honestidad por un artista que supo captar la belleza del rostro de su madre, destacando los expresivos surcos en su piel, evocadores de los propios surcos de esa tierra que la vio nacer y en la cual intenta levantar una familia en medio de los avatares cotidianos.

Contemplar la mirada de Goyita indefectiblemente trajo a mi mente mis largas y plácidas conversaciones con el querido hijo de Goyita, principalmente esos momentos en que me relataba cómo su devoción y amor por su madre lo llevó a perpetuar su imagen en un retrato, sin anticipar la impactante resonancia histórica y espiritual que revestiría esa imagen para el alma del puertorriqueño. Puerto Rico aceptó a “Goyita” como símbolo maternal, en parte por la belleza y maestría en la ejecución del retrato, y en parte porque el cariño que este pueblo le profesara a Tufiñohizo que convirtiéramos en nuestros sus amores, llevándonos a valorar lo mismo que su espíritu de hombre bueno valoraba. No puedo olvidar cómo Tefo me hablaba, no como artista de sitial cimero en nuestras artes ni como el más querido cronista plástico de nuestra historia, sino como ese hijo orgulloso y satisfecho que evocaba la emoción de su madre al apreciar la imagen que su hijo había creado impelido por su amor y devoción hacia ella.


“Re-encuentros: Obras Maestras de la Colección del Instituto de Cultura Puertorriqueña”
Foto cortesía del Museo de Arte de Puerto Rico 

Permanecí varios minutos ante el retrato de “Goyita”. Sencillamente, el impacto de la expresividad del retrato; su historia e importancia; y mi recuerdo del apego emocional que el artista sentía hacia el mismo por perpetuar a su mamá en un momento en el tiempo, se convirtieron en poderosos factores que dotaron la pieza de demasiado peso y densidad emocional como para permitirme seguir mi camino y dejarla atrás sin más. Tenía que dispensarle la atención que la obra exigía y, sobre todo, merecía.

Mi apreciación de “Goyita”, además, estaba permeada por el recuerdo de ese hombre considerado, jovial y atento que gozaba de la compañía y conversación de la gente. Recuerdo a un hombre en ocasiones tímido que me relató que, por afecto y admiración a Ricardo Alegría, fundador del Instituto de Cultura Puertorriqueña y forjador de una conciencia colectiva de apreciación y valoración de nuestra cultura, le obsequió el boceto de su célebre mural “La Plena” antes de pintar el mismo. No quiso pedirle prestado a Don Ricardo el boceto, prefiriendo no importunarlo, optando entonces por pintar el mural basado en el recuerdo que guardaba en su memoria del boceto del que, en un acto de generosidad y agradecimiento, se había desprendido.

En lo que considero un hermoso devenir histórico derivado del anterior relato,   “Re-encuentros…” es dedicada a Ricardo Alegría; la obra “Goyita” es quizás la más popular de la muestra; y el mural “La Plena”, si bien no parte de “Re-encuentros…”, está en la sala contigua, siendo apreciada por el visitante al entrar o salir de la sala donde se exhibe “Re-encuentros…”.

“Jíbaro Negro” (1941), Oscar Colón Delgado

Al lado de “Goyita”, me saludó el “Jíbaro Negro” (1941), de Oscar Colón Delgado. Esta pieza muestra en primer plano a un gallardo campesino negro, machete en mano. Al fondo, se divisa el hermoso paisaje borincano, con el intenso verdor de sus montañas y un cielo despejado y azul, cubierto de blancas nubes. Colón Delgado tuvo la visión de inmortalizar en la tela a ese campesino negro que sencillamente no era representado en nuestras artes; omitido y, por consiguiente, invisibilizado y retirado de nuestra consideración y apreciación. Colón Delgado lo presenta en toda la dignidad de su puertorriqueñidad; de manera frontal, firme y seguro; llevándolo el artista ante nuestros ojos y nuestra sensibilidad igual que se había hecho con el jíbaro blanco y el jíbaro mestizo.El título mismo de la obra (“Jíbaro Negro”),irónicamente tiene el efecto de destacar lo que hasta entonces había sido la exclusión de éste en nuestras artes y, por consiguiente, la supresión de esa figura necesaria para el más eficaz y cabal ejercicio de mirarnos como pueblo a través de ellas. Luego de la obra de Colón Delgado, el jíbaro sería sencillamente “jíbaro”, sin más calificativos que pudieran sugerir que la figura del jíbaro era susceptible de ser escindida en clasificaciones innecesarias.

“Paisaje Francés I” (1895) y “Paisaje Francés II” (1895-96), de Francisco Oller, presentan a nuestro artista como legítimo y muy articulado portavoz del movimiento impresionista al que perteneció mientras estuvo en París, en comunidad con los más importantes exponentes de ese primer movimiento modernista que serviría de trampolín a la sucesión de “ismos” que, a lo largo del Siglo XX, intentarían identificar verdades absolutas y universales para los seres humanos y erigirse como el modo correcto e irrefutable de entender la vida en sociedad y las artes. La experiencia a lo largo de ese siglo puso al relieve, sin embargo, que tal gesta resultaba imposible.


Izquierda-Bodegón con agua, guineos y pajuiles (1869-70)- Francisco Oller
Derecha Bodegón con jarra y mangó (1869-70)- Francisco Oller

Siendo Oller un artista versado en ese lenguaje modernista que le atraía como artista, entendió en su momento que, más importante que desahogar su impulso creativo individual, su arte era mecanismo idóneo para sentar los pilares de un sentido de identidad en un pueblo que reclamaba, y necesitaba, expresiones de lo que era como colectivo social. Oller sintió que debía emplearun estilo realista, directo y claro, sin las distracciones que un lenguaje moderno pudiera provocar, pues no quería poner en precario la claridad del mensaje de lo autóctono. Ejemplo de este compromiso social lo constituyen los exquisitos “Bodegón con agua, guineos y pajuiles (1869-70) y “Bodegón con jarra y mangó” (1869-70).

La quietud y sosiego de estas obras envuelven al espectador en un placentero estado en que el tiempo parece quedar suspendido. El realismo de los objetos representados es impresionante, y aunque los pliegues de los manteles y las manchas de las frutas del país  en ambos cuadros le insuflan dinamismo a lo representado, la transparencia del agua y del cristal, en ambas piezas, y su fondo gris, le imparten una serenidad intemporal que perpetúa las piezas en un eterno presente.

“Casa con Árbol” (1950), José A. Torres Martinó

“Casa con Árbol” (1950), de José A. Torres Martinó, es una llamativa y vibrante pieza que ejerce una indescriptible atracción sensorial. Las matas de plátano en sus variados tonos de verde; la rústica casa marrón; la intensidad y expresividad del follaje; la geometría y los planos de esa casa internada en la vegetación, nos compelen a mirar la obra y, luego de ello, volver a mirarla. Bebe el artista de la fuente principal del amor por su patria y lo puertorriqueño, pero también de un marcado lenguaje modernista, con un innegable entronque en Cézanne.
“La Mixta” (1960), de Fran Cervoni, nos ofrece una imagen inolvidable, por su extraordinario poder representativo y por expresar de manera honesta y veraz una añorada estampa de nuestro pueblo: el almuerzo del obrero, consistente en arroz, habichuelas y carne, aderezado por las historias, discusiones y anécdotas de los comensales; así como por la actividad y el bullicio en esa hora de asueto.


“La Mixta” (1960), Fran Cervoni

Los pedazos de pan, la jarra de agua, y la mirada directa , despejada y humilde del hombre trabajador, perpetúan una estampa que, aunque todavía se recrea en alguna medida en las fondas de nuestro país, sentimos que ya no tiene la esencia emocional de antaño. Los paisajes de 1938 y 1940 de Luisina Ordóñez irradian luz, exudan color y materia, y provocan una urgencia táctil y extraordinariamente lúdica. No logra Ordóñez  únicamente la representación de la imagen del paisaje de la campiña borincana, sino que la dinamiza con sinuosas formas y le confiere dimensiones cuasi escultóricas a través de la pastosidad  del pigmento. Funge el pigmento y su manejo, pues, como elemento material y sensorial irresistiblemente táctil que expresa nuestro deseo urgente de degustar el paisaje puertorriqueño y abandonarnos en la rica experiencia sensorial de formas, matices, texturas  y olores que tan caros resultan a nuestra sensibilidad como puertorriqueños.


Paisaje, (1938),  Luisina Ordóñez

“Gobernador don Miguel Antonio de Ustáriz” (ca. 1789-92), de José Campeche, es posiblemente la primera obra en nuestras artes plásticas que aborda el paisaje puertorriqueño. Si bien el propósito principal de la obra es presentar el retrato del Gobernador Ustáriz, Campeche nos da un atisbo de la vida y la energía en la ciudad, mostrando el fragor de la lucha diaria del puertorriqueño trabajador a través de la ventana de la residencia del sujeto retratado.
“Delirio Febril Urbanístico” (1963), de José R. Oliver, es un paisaje urbano nocturno que, aunque más reciente en el tiempo que la antes discutida obra de Campeche, también aborda el trabajo diario del puertorriqueño, en otra etapa y expresión de la vida económica del pueblo. La obra representa, en el característico estilo de planos de luz del doctor Oliver, el trabajo de demolición y construcción de edificios en un Puerto Rico en pleno proceso de desarrollo industrial y urbanístico. El movimiento febril al que alude el título queda efectivamente plasmado a través del contraste entre edificaciones en ruina y las que han permanecido incólumes, así como por la composición dinámica que resulta de la interacción de planos de luz diagonales; las grúas rojas con escaleras en posición diagonal; y las edificaciones verticales con sus diferentes patrones de la luz que se emite desde sus ventanas.


“Gobernador don Miguel Antonio de Ustáriz” 
(ca. 1789-92),  José Campeche

Esa noche que, en el caso del cuadro del doctor Oliver se presenta simplemente como la fase final del día de trabajo, se despliega como escenario místico, misterioso e insondable en tres obras de Carlos Raquel Rivera que forman parte de la muestra: “Niebla” (1961-65); “Paroxismo” (1963); y “Noche de San Juan” (1967).

La primera, que es quizás la más conocida de Rivera, muestra la escena surrealista de la noche temprana en un poblado sobre el que se posa una densa niebla que, a modo metafórico, parece difuminar lo que allí se desarrolla. La obra de Rivera, para poder ser apreciada en toda su extensión, requiere una paciente y atenta observación, y nos impone el estudio de lo que ocurre, por un lado, en la parte frontal del cuadro, esto es, frente a la vegetación allí concentrada, y lo que ocurre tras ésta, en el poblado sobre el cual se dibuja la niebla.

En primer plano destaca, en el lado inferior derecho, una exuberante vegetación de hojas y flores, y una marcha de hormigas inusualmente grandes dentro del paisaje. De manera difuminada, haciendo eco de la niebla que da título a la obra de Rivera, yace en el lado izquierdo-central un cadáver. Se desata igualmente en el primer plano, al lado izquierdo de la pintura, la ambigua interacción de dos cuerpos, no pudiendo precisarse si se encuentran inmersos en una consentida refriega amorosa o, por el contrario, en un violento ultraje en un paraje solitario. No sabemos si, quizás, no se trate de ninguna de las dos, sino de la metáfora de la danza de una muerte enamorada, la cual podría entenderse sugerida porla oscura sombra que parecería estar danzando con la fémina que está asida por la sombra. Podríamos interpretar que esa danza es un elemento ritual vinculado al deceso de esa persona de la cual queda apenas un cadáver que luce etéreo y vaporoso, haciéndose eco de la niebla que permea el paisaje.


Delirio Febril Urbanístico, (1963), José R. Oliver

Al posar nuestra vista en la vida del poblado, vemos seres asomados en puertas y ventanas; grupos de reunión; y parejas en la intensidad de su encuentro amatorio.  Nos queda la incertidumbre de los dramas humanos que se desatan en cada espacio. Sólo podemos especular sobre los estados de ánimo; las preocupaciones; las intenciones e ideales de estas personas que, tras la niebla, nunca podremos definir y conocer quiénes son; qué desean; cuáles son sus pesares y temores; y hacia dónde pretenden dirigir sus caminos vitales.
“Paroxismo”, según el Diccionario de la Real Academia Española, es la “[e]xaltación extrema de los afectos y pasiones”, mientras en términos médicos se refiere a la “[e]xacerbación de una enfermedad”. En su “Paroxismo”, Rivera presenta a un grupo de hombres y mujeres de semblante adusto, y ataviados en el negro más sobrio, en actitud de lucha contra un reptil blanco y azul de dos cabezas. Al considerar el título de la pieza, parecería que el reptil es un símbolo de la exaltación extrema de las pasiones de esos hombres y mujeres; su enfermedad; o quizás la enfermedad de sus pasiones. “Paroxismo” es una pintura surrealista de fuerte carga sicológica y onírica, que plantea la gesta de los seres humanos que luchan contra monstruos y demonios internos que los acechan y que necesariamente tienen que enfrentar si es que aspiran a desterrarlosde sus siquis individuales y colectivas.


Niebla, (1961-65), Carlos Raquel Rivera

Paroxismo, (1963),  Carlos Raquel Rivera

En “Noche de San Juan”, pieza que, según comenté antes fue identificada como su favorita por la amable empleada del museo con quien dialogué brevemente al final de mi recorrido, Rivera nos permite apreciar la festividad de la Noche de San Juan a través del velo de una atmósfera lúgubre. Entiendo que esta paradoja hace la obra particularmente tenebrista, pues, como ocurre en “Niebla”, deja en el espectador la sensación de que algo ominoso se cierne sobre seres ajenos a la tragedia que pudiera desencadenarse en cualquier momento. La sensación de anticipación de un infortunio se hace más intensa y angustiosa en “Noche de San Juan”, pues sabemos que estos seres disfrutan plenamente una festividad tradicional, en la cual impera la alegría y la celebración. La intensidad de la celebración acentúa a su vez la angustia y temor del espectador por su anticipación del giro de la escena hacia algo que, quizás, revestirá dimensiones trágicas.



“Moneda Blanca”, (1963), Augusto Marín

En “Moneda Blanca” (1963), de Augusto Marín, una figura de anatomíageometrizada y de proporciones épicas,típica de la época mariniana de los Colosos, mira en estado cuasi-hipnótico una moneda norteamericana. Contempla la misma absorto, contrastando marcadamente el artista la robustez de la figura, con la que representaba la heroicidad y dignidad del habitante de esta tierra, con el insignificante objeto que la figura tiene en sus manos. Esa pequeña moneda, sin embargo, lo subyuga y aletarga.

“Casa de Balcón Grande” (1954), de Félix Rodríguez Báez, es un ejercicio bellamente ejecutado en colores y formas. Dinámicas interrelaciones de colores complementarios estimulan la retina. Tal derroche cromático, unido a la alternancia de formas, crea un estado de alucinamiento visual y sensorial.

“El Embarazo”, obra de Rafael Tufiño, es otra bella pieza que, aparte de la ternura del tema escogido, exhibe un magistral y atractivo juego de los complementarios azul y amarillo. La luz que emana del techo y del centro de la composición anuncia ese momento indescriptible y fascinante para una mujer de “dar a luz”; de “alumbrar”. La composición se presenta dinámica con el juego y combinación de formas verticales (la figura de la mujer, sillas y puertas) que enmarcan las figuras horizontales (mesa y estantes para libros).

“La Espera” (1933), de Juan Rosado, es de esas obras de extraordinario poder y misticismo cuya imagen, una vez nos exponemos a ella por primera vez, tiene una cualidad invasiva en la imaginación y la siquis, reclamando su espacio y aferrándose en la memoria y en el pensamiento; recreándose a la menor provocación. Y es que la imposibilidad de contemplar el rostro de esa dama que espera de espaldas al espectador, nos compele a preguntarnos quién es la que espera; a quién espera desde 1933; ¿será su gesto melancólico, de angustia o de entusiasta expectación?; y, ¿llegará finalmente a su encuentro quien ella tanto espera?
Hay ocasiones en que un artista logra sintetizar lo que es la esencia de su quehacer en un momento de inspirada creación y, aún si no hubiera producido mas que esa sola obra, la misma validaría su carrera entera. Bajo ningún concepto sugiero que ese sea el caso de Rosado, de cuyo pincel brotaron otras hermosas obras, como es el caso de “Luquillo entre Nubes” (1930), expresivo paisaje que también forma parte de la muestra. Me atrevo a plantear, sin embargo, que aún con la excepcional belleza de otras creaciones artísticas que emergieron del evidente talento y fecunda imaginación de Rosado, ninguna otra obra de su producción encierra el misterio, romanticismo, belleza, sensibilidad, lirismo y trascendencia de “La Espera”.


Izquierda - Casa de Balcón Grande, (1954), Félix Rodríguez Báez
Derecha - El Embarazo, (s.f.), Rafael Tufiño

“El Grito de Lares” (1961), de Augusto Marín, es una impactante obra de contenido histórico en que el estilo del artista resulta afín con el tema escogido y el mensaje que intenta comunicar. Afinado ya su lenguaje en la época de los Colosos, como lo evidencia la producción ese mismo año de la sublime pieza “El Nido”, Marín presenta en “El Grito de Lares” una figuración monumental y heroica que dignifica y exalta la gesta. Las líneas y curvas empleadas crean una efectiva ilusión de movimiento, frenesí y acción que le confieren veracidad y autenticidad a la tenaz lucha que se desató en Lares.


“El Grito de Lares”, (1961), Augusto Marín

En “Cántico a Santiago de las Mujeres” (1966), Osiris Delgado nos regala una hermosa imagen con un magistral juego de luz y sombras, así como de sobriedad de color en contraposición con riqueza y brillantez cromática. Nos presenta convincentemente la alegría e inocencia de una pre-adolescente irradiada por una luz que la dota de un carácter inefable y hermoso. Escuchamos y sentimos su cántico en las honduras de nuestro ser al observar la posición de su lengua, y nos embarga con su inspiración, ante la cual no podemos permanecer indiferentes, pues nos la transmite cuando contemplamos su mirada medio perdida y el leve movimiento de su cabeza. Nos transmite la joven la alegría, energía y honestidad que encierra su cántico, pues imprime toda su energía vital en el mismo, al punto en que casi lo escuchamos. La estatuilla ante la cual canta la joven, parece haber comenzado a tomar vida con cada nota que sale de su meliflua voz, pues pese al hieratismo de la imagen, se advierte el asomo de cierta materialización carnal en la figura, como si comenzara a tomar forma humana ante el hechizo del cántico.


Cántico a Santiago de las Mujeres, (1966), Osiris Delgado

El colorido de las flores, de las cintas colocadas en la figura, y del traje de la joven cantora, contrastan de manera, no radical sino fluida, con el gris de la madera de la casa, donde cuelga una herradura, tan comúnmente utilizada a través de la historia por muchas personas como pretendido amuleto de protección, buena suerte y el cumplimiento de deseos del corazón.

El paisaje vespertino de excepcional belleza que se atisba por la ventana, de un mar en calma y un cielo todavía incendiado con un fulgurante y sublime rosado, acentúa el sublime canto de la joven.

Si alguna obra refleja ese toque especial con que cuenta Osiris Delgado para narrar una historia, y crear una atmósfera y transmitir de manera creíble un estado de ánimo a través de formas y colores, es esta bella, poética y sublime pieza.


Izquierda - Acoso Plástico, (1960), José Meléndez Contreras
Derecha - La Espera, (1933), Juan Rosado

“Acoso Plástico” (1960), de José Meléndez Contreras, es una pieza que, en su ejecución, hace honor a lo que percibimos como el reto que lanza el título. Interpretamos que la obra versa sobre el momento de la salida de un artista de un encierro o bloqueocreativo. En el devenir de su proceso creativo, el artista se muestra  asediado por perros que ladran o aúllan en su derredor. La aglomeración de los perros alrededor del hombre en el centro de la composición, se ve contrarrestada por una estela de luz que emana de una cruz que se divisa en el cielo. El fulgor de los rayos de luz dota a la pieza de un extraordinario poder expresivo y de la sensación convincente de que el acoso plástico del artista ha culminado de manera afortunada para éste.  La pieza resultante que apreciamos en la muestra emerge como producto plástico del artista que se encontraba en turbulencia emocional. La pieza ha salido airosa del acoso plástico, manifestándose como una fina pintura de una muy bien lograda composición piramidal y ordenación de elementos, líneas, colores, sombras y luz; elementos todos en las dosis idóneas para hacerle justicia al artista que pudo vencer el acoso plástico al que se refiere el título de la pieza.


Izquierda - Salvador Eucarístico, José Campeche
Derecha - La Piedad, (1797), José Campeche

“Salvador Eucarístico”, sublime pieza de José Campeche, recoge los atributos más excelsos del pintor como nuestro principal artista en lo que se refiere a expresar con convicción y profunda inspiración, el fervor religioso de nuestro pueblo. Es una obra de impresionantes y dramáticos claroscuros que acentúan la figura central de Jesucristo, iluminada y rodeada de un fulgurante halo que anuncia su sacrificio mesiánico. La dulce mirada del Maestro, elevada hacia el cielo en solemne oración mientras toma en sus manos los elementos del pan y el vino que simbolizan, respectivamente, el cuerpo que sería quebrantado y la sangre expiatoria que derramaría por amor a la humanidad, es una de esas obras tan fina y sensiblemente ejecutadas, que produce la más honda reflexión y pulsa las cuerdas de un corazón de convicción cristiana.

“La Piedad” (1797), también de Campeche, es otro magistral ejercicio de claroscuros en que las figuras principales de María, madre de Jesús, y el cadáver del Mesías, organizados en la clásica composición piramidal, representan la escena de la consumación de la obra redentora. Frente al cuerpo inerte de Cristo, se ven los elementos de la Pasión: la corona de espinas, los clavos, y la tablilla con la inscripción que, a modo de vil sorna, se colocó sobre la cabeza del Mesías.

Campeche ordenó las figuras de manera algo asimétrica hacia la izquierda, ofreciendo una vista de la ciudad en que se desarrollaron los eventos, la cual se divisa tras un manto de penumbra evocadora del sfumato renacentista tan magistralmente logrado en La Gioconda de Da Vinci.

“Niño Juan Pantaleón Avilés” (1808), es una obra de Campeche que tradicionalmente ha ejercido una comprensible curiosidad en el espectador por ser el retrato de un niño  sin brazos, así como por la detallada descripción de los datos biográficos del niño en la pintura misma.

Se trata de un retrato tierno y magistralmente ejecutado en el cual el texto trabaja efectivamente en combinación con la imagen para lograr su perdurabilidad en la memoria. Es un tipo de obra que atrapa al espectador primero por el impacto de su imagen; luego nos lleva a leer el texto: y, después de asimilado el mismo, no se puede evitar volver a contemplar al enigmático niño Juan Pantaleón Avilés. En ese proceso, se aloja inevitablemente en la memoria el nombre “Pantaleón”, dando paso la combinación de los elementos pictóricos y textuales a la creación de un ícono poderoso e inolvidable de la pintura puertorriqueña.
Luego de mi recorrido esa tarde de domingo y del reencuentro con verdaderos tesoros cuyo resplandor ilumina nuestro sentido de historia en común, advierto cuán maduras y consistentes en calidad son nuestras artes y cómo lo regional nuestro se ha conjugado con ideales universales preciados al ser humano. Aunque los artistas que plasmaron las piezas que conforman “Re-encuentros…” no estaban ajenos a las aportaciones de la modernidad, se expresaron en toda la riqueza de nuestro regionalismo caribeño; ello sin estériles y huecas imitaciones de vanguardias por el simple hecho de seguirlas, sino adoptando lo que de ellas resultaba congruente con una expresión puertorriqueña y caribeña muy peculiar. Supieron reconocer en su quehacer artístico que siendo fieles a sus preocupaciones y atendiendo los problemas de su entorno patrio, lograban universalizarse de una manera auténtica.

Invito al lector a darse la oportunidad, ya sea de encontrarse por primera vez, o de reencontrarse, con una colección hermosa que seremos afortunados de poder visitar hasta finales de junio de 2017. No es muy frecuente encontrar tantas obras de impacto histórico y plástico bajo un mismo techo. Disfrútelas; compártalas; discuta y debata sobre ellas; internalice sus imágenes y texturas; y, luego de su visita, experimente el orgullo y la fundamentada convicción de que el arte puertorriqueño no es segundo del de ningún otro pueblo de la Tierra. Es distinto, eso sí, como distinto es el arte español, mexicano, italiano, alemán, francés, norteamericano, holandés, y el de cada pueblo que expresa a través de sus artes aquello que le preocupa y merece ser expresado en la exaltación más sublime del genio creativo humano. Esta colección es un vehículo hermoso para ver la evolución del alma puertorriqueña a lo largo de su historia. Muy bien ha expresado el extraordinario novelista español Arturo Pérez Reverte que “[l]a historia es como la tarjeta codificada que me permite vivir en el presente, me permite entenderlo y me permite descodificarlo y, entonces, sin ella estamos huérfanos, a merced de cualquiera que venga a ponernos la soga al cuello. La historia nos da aplomo, nos da lucidez, nos da orgullo, nos da cultura y un montón de cosas para defendernos, incluso de nosotros mismos. Por eso mi interés en la historia, porque es la clave del presente…”.  Entrevista de Eugenio García Cuevas a Arturo Pérez Reverte, Mayo de 2000, publicada en el libro “La Palabra sin Territorio (hablar en la posguerra fría)”, Alfaguara, Ediciones Santillana, Inc., 2004, pág. 115.


“Re-encuentros: Obras Maestras de la Colección del Instituto de Cultura Puertorriqueña”
Foto cortesía del Museo de Arte de Puerto Rico 

Las piezas de “Re-encuentros…” son expresiones plásticas imbuidas de historia y cargadas de los sentimientos, amores, pasiones, preocupaciones y todo un cúmulo de experiencias de artistas de profunda sensibilidad que, a través de nuestra historia han plasmado sus vivencias y las de su pueblo en el momento en que las mismas se desarrollaron. Al hacerlas tangibles en la tela procuraron dejar un legado rico para que no olvidemos el camino recorrido y, a través del crisol de ese pasado, entender mejor nuestro presente y aspirar a un mejor porvenir como pueblo.

“Re-encuentros: Obras Maestras de la Colección del Instituto de Cultura Puertorriqueña” estará expuesta en el Museo de Arte de Puerto Rico hasta el 30 de junio de 2017. El Museo de Arte de Puerto Rico está ubicado en la Avenida de Diego 299, Santurce, Puerto Rico, y está abierto al público los miércoles, de 10:00 a.m. a 8:00 p.m.; de jueves a sábado, de 10:00 a.m. a 5:00 p.m.; y los domingos, de 11:00 a.m. a 6:00 p.m. Para más información, comuníquese con el Museo de Arte de Puerto Rico al (787) 977-6277.



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